Es un hecho que los niños ven las cosas con otros ojos y llegan a conclusiones que no dejan de sorprender a nuestra visión de adultos.
Esto nos ocurrió durante una de nuestras visitas en el Monasterio de El Escorial. Íbamos con alumnos de 5º de Primaria atentos e interesados. Un lujo de grupo.
Su curiosidad por conocer cada detalle hacía que siempre hubiera preguntas, que se solapaban unas con otras:
– ¿Cuántos frescos hay en todo el edificio?
– ¿Pero cómo llegaban al techo para pintarlo?
– ¿Cuánto tardaron en pintarlos?
Cada respuesta provocaba más preguntas entre los alumnos. Y cuanto más les contábamos, más querían saber:
– Y tú, ¿aquí no te pierdes? – Preguntaban al guía, admirando su orientación.
– ¿Pero cómo sabes por dónde tienes que ir? – Insistían asombrados, esperando la revelación del secreto.
– ¿Cuánto mide este edificio? –Preguntaba otro, impresionado con la cantidad de salas que recorríamos.
– ¿Y eso cuántos campos de fútbol son? – Quería saber en busca de una referencia más cercana.
Cuando estábamos casi al final del recorrido, uno de los alumnos expresó sus sospechas que había estado rumiando durante la visita:
– Entonces, después de terminarse El Escorial… Vino la crisis, ¿no?
Su razonamiento –no exento de lógica– le había llevado a concluir que semejante dispendio a la hora de construir y decorar el Monasterio nos había abocado al estallido de la burbuja.